LA REINTEGRACIÓN
Translation by Juan Escobar
CHRIS HARRISON – PARTE 3
Revisión rápida. Parte 1 – Chris, del Reino Unido, se ofreció como voluntario para trabajar en los Servicios de Refugiados de los Jesuitas y pasó dos años en El Salvador en el campo de refugiados de Calle Real. Más adelante, continuó ayudando a reconstruir comunidades salvadoreñas de gente que volvía a sus tierras durante la guerra civil y al final de ella.
Parte 2 – Chris es acusado por los militares de ser simpatizante del FMLN. Entonces, es secuestrado y llevado a una cárcel en El Salvador, donde es interrogado. Poco después, es liberado, pero recibe constantes amenazas de muerte. Finalmente, la tensión y el agotamiento lo fuerzan a tomar la decisión de volver a Inglaterra.
AHORA. Parte 3 – ¿Qué tipo de situaciones estresantes condujeron a Chris al agotamiento y a considerar que era necesario volver a casa? ¿Cómo lidió con las secuelas de haber pasado dos años en un país devastado por la guerra? ¿Cómo afectó esto a su psiquis? ¿Cómo puede alguien volver a un mundo con el que tiene dificultades para relacionarse? ¿Cómo puede encajar?
Como generalmente sucede a muchas personas que han pasado algún tiempo trabajando en países en vías de desarrollo, estas experiencias dejaron una fuerte impresión en nosotros. Es así que cuando una realidad diferente nos afecta, finalmente debemos considerar regresar a casa. Una vez allí, estamos ansiosos por compartir nuestras experiencias, pero es complicado que alguien pueda identificarse con esa cultura y mucho menos con las experiencias de la guerra . Es un doble golpe el luchar por procesar todo dentro de nosotros mismos sin el apoyo de amigos y familiares. Por lo regular, aquellos con quienes intentamos compartir tienden a alejarse debido a las espantosas atrocidades que describimos o bostezan con indiferencia ante un mundo que no pueden entender o, peor aún, que no les importa. Pero a nosotros sí nos importa.
Los misioneros que cumplen labores en entornos internacionales experimentan un “choque cultural inverso” o colisión de culturas, cuando estos intentan encajar nuevamente dentro de la sociedad, pero su alma quedó atrás en otro continente. Craig Storti escribió El arte de regresar a casa y en su obra trató sobre el fenómeno de la reintegración en su totalidad. Lo que define la transición exitosa de una cultura a otra es cómo la persona incorpora su experiencia internacional a su vida actual, mientras mantiene vínculos y apoyo con los que quedan atrás. La colisión de culturas implica un difícil equilibrio.
Padecer de un trastorno de estrés postraumático (TEPT) no era algo que Chris esperaba y menos que sería el resultado duradero de su esfuerzo como voluntario en El Salvador.
A pesar de las dificultades en las que Chris trabajó, él se dio cuenta de cuán resiliente era en momentos de extrema presión. En este sentido, él aún sostiene que el genuino espíritu apacible de la gente salvadoreña le levantaba su ánimo durante cualquier circunstancia y que este continúa significando más para él que cualquier otra cosa y que toda la gente importante que él conoció.
Cuando se acompaña a la gente durante una larga guerra civil, estar vigilante se convierte en parte de la vida diaria. Uno aprende rápidamente a no hacer preguntas para que no las malinterpreten o las saquen de contexto. Aprendí esa lección de la manera dura cuando una noche me despertaron y fui llevado ante un comandante. Allí, me interrogaron sobre una respuesta inocente que di con respecto a una pregunta que alguien hizo. Desafortunadamente, esa contestación fue tomada como mi predicción del resultado de la guerra, algo que no se debía hacer en lo absoluto. El riesgo de que pudieran sospechar de cualquier persona era alto. La infiltración era común. En este respecto, dos hombres de El Higueral fueron ejecutados simplemente por sospechas de que habían sido reclutados. Nunca se sabía si el vehículo en el que uno viajaba o conducía tenía micrófonos. Uno siempre se encontraba en una alerta constante.
Por esta razón, uno se acostumbra a mirar detrás del hombro constantemente. Asimismo, uno se habitúa a que las balas y bombardeos pasen a muy poca distancia. En esas circunstancias, las explosiones sucedían muy a menudo y también muy cerca como para llevar la cuenta. En una ocasión, a 1/2 km de la carretera, los militares detonaron artefactos explosivos improvisados (AEI). En otro momento, hicieron explotar tres camiones afuera del campo y, por causa de ello, murieron treinta personas. De la misma forma, mientras conducía una moto en San Salvador, una bomba estalló y voló un poste de electricidad a unos veinte metros de mí y por poco me cae encima. Di vuelta precipitadamente, pensando ese era mi día de suerte. Luego, cuando volvía por la misma ruta, un coche bomba había estallado en el mismo lugar. En tal situación, solo me quedaba pensar en términos de probabilidades y logística para que no me tocara alguna eventualidad. Aquellas experiencias fueron como llamadas de atención cercanas.
Para mí, los momentos más aterradores fueron aquellos que sucedieron en la oscuridad donde no podía ver ni orientarme hacia donde ir. En las montañas, oscurece totalmente alrededor de las 6:30 p. m. o 7:00 p. m. Uno incluso no puede ver ni su propia mano aun estando delante. Caminar en la noche y tropezarse con una sombra que resultaba ser un guerrillero vestido con un enterizo negro y fingir que el sujeto no estaba allí o cruzarse con un tren militar de suministros que pasaba cerca eran experiencias frecuentemente espantosas Uno podía estar explorando entre la espesa vegetación y de repente escuchar el clic del cargador del arma de un soldado.
Uno debía mantenerse alerta para reaccionar con rapidez y con frialdad. Muchas veces, debí levantar mi sombrero para saludar amistosamente en lugar de reaccionar asustado y con temor. En otra ocasión, me encontraba afuera caminando y, cuando salí de la espesura a un gran claro, apareció de repente un helicóptero militar sobre la cima de la montaña volando directamente sobre mi cabeza. Puesto que hasta ese momento los norteamericanos seguíamos estando relativamente seguros, me quité el sombrero y lo agité. Entonces, como si la suerte hubiese estado acompañándome, ese día había decidido colgarme un gran crucifijo. El piloto debió haberme tomado por un sacerdote porque se persignó. Le seguí el juego y lo bendije. ¡UF!
La mayoría de nosotros debimos recurrir a confidentes para aliviar el estrés. Eran necesarios para ayudarnos a relajarnos y para apoyarnos a procesar la realidad en la cual nos encontramos inmersos. Estas relaciones cercanas eran una realidad para muchos voluntarios y miembros de las ONG o de las parroquias.
Después de volver a casa, decidí acabar con mi trastorno de estrés postraumático TEPD: hice cosas salvajes y extrañas y me automediqué No sentía ningún miedo. Después de todo, aprendí que cuando las balas comienzan a volar y las cosas se ponen difíciles, uno debe continuar para sobrevivir. Yo no me derrumbé. Siempre fui introvertido, pero me obligué a mí mismo a ser más extrovertido. Siempre he sido resiliente.
Cuando uno vuelve a casa de una asignación en el extranjero e intenta contar sus experiencias a otros, estos simplemente no pueden comprenderlo. Para haceerlo, la persona tiene que estar allí. Probablemente, aquellos que sirven en las fuerzas militares puedan identificarse mejor con el fenómeno del “choque cultural inverso”. En este respecto, había escuchado a veteranos de Vietnam contar cuán difícil es explicar la vida en otra cultura. Cuando te das cuenta de que los ojos del oyente reflejan desinterés, uno se rinde. Los dos mundos chocan. ¿Cómo puedes encajar?
Ahora las prioridades son tan diferentes, después de haber pasado algún tiempo en un país en vías de desarrollo. Al volver al Reino Unido, las noticias me parecían tan triviales. Todo giraba alrededor del alza de los precios de la gasolina o de la vivienda. Y simplemente estaba a punto de explotar con eso de los anuncios de comida para mascotas. “¡Por el amor de Dios! ¿Es que acaso no se dan cuenta de que hay gente en el mundo que ESTÁ MURIENDO?” Entonces, le gritaba a la televisión. Sentía más ira y remordimiento. Me sentía mal porque mucha gente que conocía quedó en las montañas y terminó muerta. Por otro lado, otros que no estaban preparados para lo que les tocó afrontar, quedaron profundamente traumatizados por todo aquello.
Poco después de volver a casa, la Oficina de Inteligencia Británica me contactó para ofrecerme un trabajo. Querían que yo reclutara agentes para ellos, es decir, debía subvertir, chantajear, engatusar a la gente para que hicieran cosas cuestionables. Eso no iba bien conmigo. Así que decliné la oferta. Uno de mis recuerdos de David Cornwell (el escritor John le Carré) era que él sostenía que nadie debía trabajar nunca para los servicios de inteligencia, a menos que dicha persona pudiera manejar la amoralidad requerida. “Convertir a la gente y dirigir agentes daña tu alma”, solía expresar con fervor. Luego, aunque no de manera convincente, negaba que él personalmente hubiese sido alguna vez un espía.
Por esta razón, simplemente descarté la proposición y traté de volver a mi antigua vida como consultor informático. Sin embargo, tuve que salir del país e ir a Italia para hacerlo. Haber sido contactado por gente de inteligencia bastó para evocar algunas de esas mismas experiencias atemorizantes que quería suprimir.
El ser bombardeado por la tensión me estaba provocando un trastorno de estrés postraumático (TEPT); sin embargo, cuando uno se encuentra en una situación en la que necesita sobrevivir —e intenta ayudar a otros a hacerlo—, uno se las arregla para suprimirlo. No se tiene ni el tiempo ni el espacio mental para afligirse, para estar de luto o, incluso, para darse el lujo de sentir.
Para finales de 1994, el TEPT me afectó gravemente. Comencé a asistir a fiestas de manera desmesurada y a automedicarme, al tiempo que empezaba a caer en una espiral sin control. Reconocí que necesitaba ayuda y fui a consultar a mi médico. Al día siguiente, aparecieron en mi puerta dos especialistas en salud mental. Estaban muy preocupados por mí y me dieron el nombre de un psiquiatra especializado en este tipo de trastornos. El tratamiento era una combinación de una terapia grupal e individual. Este plan resultó ser una experiencia muy positiva para mí. En mi zona, recientemente se había producido un accidente en una mina de carbón al derrumbarse el techo de una galería. Personas de mi grupo habían trabajado frenéticamente para sacar a sus compañeros fuera de la mina, aunque sus situaciones eran mucho peores que las mías. La vida continuó y, por un tiempo, viajaba una y otra vez entre Italia y el Reino Unido para las sesiones del tratamiento.
Todavía me preocupan los lugares grandes donde la imprevisibilidad es un problema. A veces, suelo encontrarme a mí mismo en un estado de extrema alerta en estaciones de tren y aeropuertos. Hay mucha gente caminando alrededor y no tengo control de la situación. Solo cuando ya he abordado el tren o el avión, me relajo. Las experiencias vuelven a reaparecer todo el tiempo. Incluso ahora, 30 años más tarde, algo siempre acciona algún recuerdo, por ejemplo, el leer sobre algún tiroteo policial. En estas circunstancias, vuelvo a sentirme como si regresara en El Salvador viviendo tales eventos.
En otra ocasión, me invitaron a formar parte del proceso de desarme y restructuración de El Salvador después de la guerra. No pude hacerlo; de alguna manera, no me parecía correcto involucrarme.
Los grupos de defensa y solidaridad se encontraban ubicados en Londres. De cualquier forma, si hubiese estado viviendo allí, podría haberme involucrado con ellos. Sin embargo, no había nada parecido a eso en mi área.
La gente con la que había interactuado en El Salvador me había afectado profundamente, por eso, pensaba muy a menudo en ella. Tantos nombres vienen a mi mente cuando reflexiono en las personas que influenciaron mi pensamiento y mi camino de vida. María Julia Hernández, una mujer valiente y audaz, pasó su vida abogando por los derechos humanos de las víctimas de la guerra civil en El Salvador y fundó Tutela legal. Ella fue un modelo de vida.
En la actualidad, el mundo ha escuchado más acerca del santo Óscar Romero, un sacerdote que hablaba de manera desafiante en contra de la injusticia y la violencia sociales en medio de la guerra civil salvadoreña.
Por otro lado, también tuve la suerte de conocer y de ser influenciado positivamente por muchos sacerdotes y hermanas jesuitas, mientras servía en El Salvador. Interactuar con diversos grupos religiosos, como las “hermanas Suchi”, fue una experiencia muy positiva. Algunos de ellos fueron los famosos sacerdotes mártires de la UCA en 1989. Aquellos que sobrevivieron, continuaron trabajando en nombre de los pobres. Ignacio Ellacuria, Segundo Montes, Nacho Martín-Baro, Jon Sobrino, Jon Cortina, Peggy O’Neill y otros nunca vacilaron en su compasión y compromiso. Dean Brackley, otro jesuita, aceptó tomar las riendas de la UCA luego de esos asesinatos de 1989. Él describía el trabajo con los campesinos de la siguiente manera: “Primero, te rompe el corazón. Luego, te enamoras de él. Finalmente, quedas arruinado de por vida”. Esteban Velázquez fue el sacerdote jesuita que me lo presentó. Él era también un firme defensor de los pobres y oprimidos.
Mi trabajo en tecnología de la información (TI), en sí mismo, brinda oportunidades para mejorar las estructuras de comunicación y prestación de servicios, así como para capacitar a las personas los países en vías de desarrollo. Estos sistemas son vitales para el crecimiento y desarrollo de sus países. Por ejemplo, cuando trabajaba para el servicio postal, instalamos y capacitamos a la gente en un sistema similar a DLS para entregas nocturnas. Esto implicó instalar un equipo con códigos de barras para el envío y capacitar al personal para escanear la mercancía. Comencé a viajar por el mundo a lugares donde, por contrato, podía fácilmente ofrecer mi trabajo en tecnologías de la información de un país a otro. De esta manera, un día podía estar trabajando en el Extremo Oriente y recibir una llamada para ir a Cuba al día siguiente. Generalmente, me asignaban los países sudamericanos debido a mi fluidez con el español. Pasé bastante tiempo trabajando en naciones africanas y europeas. Soy afortunado de que mi trabajo pague bien. Esto me brinda oportunidades para apoyar los proyectos de ayuda para personas necesitadas tanto local como internacionalmente.
El ver como vive la gente de manera sencilla en El Salvador hizo que volviera con una actitud antimaterialista. Por esta razón, intento compartir mis conocimientos con otros sin egoísmo.
Localmente, tenemos una falta de vivienda y problemas de inseguridad alimentaria. Para colaborar, apoyo al banco del alimentos y a los albergues para desamparados. Internacionalmente, para mí es importante ayudar a proporcionar soporte financiero para becas a familias de algunos salvadoreños que conozco. También me he unido a los esfuerzos de algunos grupos de Boston que brindan financiamiento para un centro comunitario, una panadería y una escuela. Estas agrupaciones también envían café salvadoreño a los EE. UU. y lo venden a mejores precios.
Fue una alegría volver a los pueblos de El Salvador que ayudé a restablecer y ver las mejoras llevadas a cabo desde cuando vivía allí en 1980. Me sorprendió gratamente dame cuenta de la reconciliación que he experimentado en viajes subsecuentes a El Salvador. No he sentido ni miedo ni peligro. El pueblo que en ese entonces tenía 40 chozas básicas, ahora alberga 400 bonitas casas de adobe que cuentan con electricidad, una escuela, una iglesia, animales y cultivos. Siempre veo esperanza en estas personas. Ellos constituyen el país de la esperanza porque son gente maravillosa.
Mis preocupaciones van más por el lado de las influencias internacionales en El Salvador. Los intereses mineros continúan amenazando su medioambiente. Las grandes compañías internacionales pretenden excavar, destruir e irse con los minerales que producirán beneficios solo para esas organizaciones. Lamentablemente, si los grupos locales intentan oponerse, las grandes compañías acuden a las cortes en los EE. UU. Esta ha sido la historia común para todos los países pobres de Latinoamérica. Me preocupa el impacto que produce la dependencia de El Salvador del Gobierno de los EE. UU. Hay un plan para ampliar la carretera Panamericana en el norte del país a través del departamento de Chalatenango. Eso cambiará para siempre la forma de vida de esas personas y dañará el medioambiente de la montaña. Otra preocupación es cómo mantener a raya a las pandillas. Algunas comunidades lo han conseguido con bastante éxito; otras, no tanto.
Me describo a mí mismo como un internacionalista. Me enfado con mi propio país por su decisión insular sobre el Brexit. Me enfurece la mezquindad y la idiotez de esta situación actual por retornar a los días del imperio que nunca nos beneficiaron y que, hoy en día, es incluso menos relevante.
También me enojo cuando casi todo lo que leo sobre la guerra civil salvadoreña se inclina a una experiencia religiosa o política. Muy poco se ha escrito sobre la meticulosa vida cotidiana y cómo los pobladores comunes y otras personas trabajaban encubiertos y tranquilamente frente a la oposición. Por ejemplo, leí un obituario de una mujer que conocí y a la describían únicamente como una “fiel sierva de Cristo”, cuando yo podría haber escrito 50 páginas de historias impactantes sobre cómo ella ayudó a la gente enfrentando el peligro. Esas historias nunca se van a contar debido a los problemas que podrían ocasionar. Me parece hipócrita y me frustra la deshonestidad. Todavía matan a la gente si se revelan sus historias en lugar de la versión oficial. La gran verdad que representa mejor los logros de algunos de estos héroes está oculta y eso es lamentable para su legado.
En la medida de los posible, permanezco vinculado con El Salvador a través de contactos que mantengo con medios y varias fuentes clandestinas de noticias, difíciles de encontrar. De esta manera, puedo apoyar a numerosos proyectos que ayudan a continuar el desarrollo del país. La increíble gente salvadoreña merece tanta ayuda y estímulo como puedan proporcionarle los organismos internacionales. Estas personas me han afectado en todos los niveles y han transformado mi vida para siempre.
A pesar de las dificultades en la cárcel, la infección por Giardia y dengue o por esquivar el ataque de cohetes durante una guerra y vivir en condiciones primitivas, el tiempo que pasé con el amoroso, acogedor y comunitario pueblo salvadoreño será para siempre el tiempo más transformador de mi vida.
Siempre me ha interesado el desarrollo. Así, preferiría visitar algún tugurio en una nación africana que un balneario en la playa. Como consecuencia de mi experiencia salvadoreña, me he hecho más resiliente y me siento más a gusto conmigo mismo. Tuve que tomar decisiones rápidas para salvar mi vida. Esto no me asusta. Simplemente adopto un enfoque racional y me digo: “No puede ser tan malo”.
Parecería que toda esta experiencia me llevó a expresiones y hechos más sencillos que las palabras. Nunca he sido un militante. Nunca me han gustado la liturgia o la doctrina religiosa sino convivir con personas encantadoras y humildes. De esta manera, al compartir sus valores me he alejado aún más de las jerarquías, del elitismo y de la corrupción inherentes a tantos grupos y organizaciones religiosas. Continúo orando en español.
He tenido el privilegio de conocer a renombrados líderes, políticos, empresarios, celebridades de cine y de la música y a figuras públicas de todo el mundo. Sin embargo, apenas encuentro uno con el que me gustaría pasar un rato. En realidad, preferiría hacerlo con cualquier campesino salvadoreño promedio.
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